Crezcan los niños
Título: Crezcan los niños
Autor : Alejandro RodríguezPara la Mora, por la idea.
Esto es una mierda–digo, pensando en la
sobriedad. Llevo tres meses de rehabilitación, y por alguna razón, mantenerme
sobrio es más difícil cada día.
Miro a mi alrededor, el cuarto con el desorden
habitual: los libros en el suelo, la vieja Underwood con un folio a medio
garabatear y un montón de sueños rotos, enmarcados y colgados en la pared,
Léase: Título Universitario, Ingeniería
Vial.
Véase también: Presión parental.
Véase también: Nadie vive de ser escritor.
Suena el teléfono, yo le pido a Dios lo de
siempre:
–Que no sea la jefa.
Detrás del auricular, su voz, otra plegaria
mal atendida.
–Tengo trabajo para ti.
Como ingeniero vial, lo usual es que me
llamen para supervisar el asfaltado de alguna carretera rural en un paraje
olvidado de Dios donde muy probablemente ha ocurrido algún genocidio ocasional
sin que nadie se entere. En fin, algo de igual de divertido que sentarse bajo
el Sol a contemplar una piedra ocho horas al día. La perspectiva de tener
que ir a trabajar en pleno verano, comenzando los carnavales, hace que mis ya
enormes ganas de darme un trago crezcan hasta alcanzar proporciones cósmicas.
– ¿Dónde es el cuento?– le respondo,
después de pensar bastante escatológicamente en toda su ascendencia y de dudar
si decirle que era un número equivocado.
–En un pueblo de la costa, te quieren para
que ayudes en una investigación.
– ¿Cuándo me voy?
–Mejor vístete, que seguro el carro ya está
frente a tu casa.
– ¿Cómo? ¿Pero qué clase de investigación
es esa?
–No quisieron decirme, pero es algo
serio, y les haces falta.
Entonces suena el claxon.
En la parte delantera hay dos hombres: el
chofer, con uniforme de policía, y un tipo vestido de civil que me hace la seña
para montarme. Atrás me espera una mulata achinada con uniforme de la
contrainteligencia, voluptuosa y con unos ojos antropófagos que me obligan a
cruzar las piernas.
—Buenas tardes, compañero–me saluda el del
asiento del copiloto— soy el Teniente Ernesto, ella es Mirta. Nosotros estamos
a cargo de la investigación.
Según me informan escuetamente, están
investigando accidentes de tránsito en un pueblo costero, no me dicen para qué
me necesitan, y cuando les pregunto mi razón de estar allí, me responden con
serenidad: – Fue una orientación de arriba.
El pueblito es de belleza callada, desde
las viejas casas hasta la costa pinta una escala de grises que muere con el
azul turbio del mar de puerto, es un lugar donde el ayer vuelve, vaga libre por
ahí y se te cuela por los ojos y los bolsillos. Justo en la entrada, se yergue
un cartel que versa: Crezcan los niños, no los accidentes.
El carro sigue recto un par de cuadras
después de entrar al pueblo, luego dobla a la izquierda y se pierde por
bocacalles intrincadas que jamás han conocido el negro abrazo del asfalto.
Llega a una encrucijada, y allí nos bajamos. Todo está rodeado por cintas
amarillas y repleto de forenses tirando fotos, demasiada gente para un
accidente. El carro es un Ford 58 destartalado, en mitad de la calle con la
defensa abollada. Un reguero de sangre anega el polvo un par de metros más
adelante.
– La víctima fue un niño-dice la mulata.
– Es triste
– Es el quinto en lo que va de mes.
– ¿Cómo?
– Es la razón para todo esto– dice,
señalando el despliegue de medios, me hace seña de que la siga y cruza la
cinta. Yo, por supuesto, obedezco, no sin dejar unos instantes a la
contemplación de las nalgas de la oficial, tan grácilmente sacudidas al
caminar.
Es en verdad grotesco, hay sangre y
fragmentos de hueso en la parte delantera y el guardafangos, un olor pútrido
enrarece el aire y yo tengo que hacer maravillas para no vomitar. Entre
arcadas, vuelvo a preguntarle a la oficial qué coño hago yo allí, si aquellas
calles llevan exactamente iguales 300 años y hasta ahora todo había ido bien.
– Estás aquí para dar la versión oficial de
los hechos–responde, haciéndome un guiño– Como profesional calificado que eres,
vas a argumentar sobre la inseguridad de las calles del pueblo y la
impostergable necesidad de una reparación general para evitar accidentes de
este tipo en el futuro, ya que innegablemente han ocurrido debido a las malas
condiciones de la calzada. ¿Me entiendes, corazón?
Véase también: Manipulación de los hechos
Véase también: La ignorancia es la fuerza
–Sí, entiendo.
Caminando hacia el carro, piso algo
viscoso, habiendo tantos perros callejeros, asumo:
– ¡Mierda!
Pero no, al mirar abajo, noto que tengo el
pie en un charco verdoso.Supongo que es líquido de frenos, pero se pega, casi
como chicle. Raspo la suela contra el contén y no se cae. Molesta, pero no me
importa, voy a sentarme un rato.
Llego al carro y la mano de Ernesto en mi
hombro me detiene de entrar. Es un tipo suave, de estos que no cogen estrés con
nada, me ofrece un cigarro y se pone a conversar conmigo:
–Veo que ya te dieron el panfleto para
recitar–me dice– No te preocupes, así estoy yo también: supuestamente–hace
comillas con los dedos–“estoy a cargo de la investigación”, en realidad son
ellos los que llevan todo. Van cinco de estos accidentes, supuestos accidentes,
ayer hubo otro como a tres cuadras de aquí, en el malecón. Yo no entiendo nada,
los testimonios de los choferes y los familiares no cuadran y luego nadie me
quiere decir ni carajo, no sé ni pa’ qué cojo lucha–y le da una calada profunda
al cigarro.
–¿Cómo es eso de que los testimonios no
cuadran?
– Es algo raro, pero lo más raro es que se
repite lo mismo en cada uno de los casos, exactamente igual. Las madres, o los
familiares que estaban con el niño dicen que estaban cruzando la calle de la mano
del vejigo y el carro vino que soplaba y no les dio tiempo de salvarlo. En
todos los casos, exactamente la misma declaración…
– ¿Y los choferes?
–Pues, con algo más de variación en cuanto
a cómo lo cuentan, todos también dicen lo mismo: que el muchacho se les tiró
enfrente del carro, solo.
Vease también: Histeria colectiva
Vease también: Fox Mulder.
Lo miro, arqueo las cejas, y después de una
calada, le digo:
–De pinga el caso. Voy a dar una vuelta.
La verdad es que necesio aire fresco, entre
la sangre, la peste, las malas noticias, y el zapato pegajoso del chicle verde
ese, mi sobriedad corre un peligro de muerte, y he pasado mucho trabajo para
que un día mierdero y un problema que no es mío me jodan la racha. "Es
verdad–me digo– la sobriedad es una mierda, pero una mierda que se
aprecia".
Camino calle abajo, acompañado por el polvo
que arrastra la brisa hasta el mar. Pienso en cómo sería mi vida en un lugar
así, quizás no sería tan aburrida, o quizás lo sería más todavía, pero de la
manera correcta, de una forma u otra, no es momento ni lugar para pajas
intelectuales. Tengo que pasarme un buen rato por aquí, así que lo mejor que
puedo hacer es sentarme un rato en el malecón y llenar los pulmones con la
brisa salobre. Caminando me pongo a pensar en el caso, a pesar de todo, es
interesante la situación ¿Cómo es posible que todos dijeran lo mismo? Pero entonces, mientras paseo por el malecón,
mi mente empieza a divagar, como suele ocurrir con las mentes de aquellos que
caminan, especialmente por los que lo hacen por un malecón, me pongo a pensar
en el pasado, en mis arrepentimientos, en el ron, que siempre viene a colación
cuando pienso, de pronto piso algo:
–Ahora sí–digo, pensando en los perros.
Pero no, es aquella cosa verde de nuevo, no
un charco, sino apenas una mancha, y hay otra al lado, como huellas, pequeñas,
como los pies de un niño. Entonces recuerdo lo que dijo Ernesto, ese es el
sitio de otro accidente.
Miro alrededor, más huellas. No entiendo
nada, y no es mi problema. Las ganas de beber me llegan en estampida. Me siento
en el malecón, cierro los ojos y respiro hondo. Siento algo raro, una
incomodidad sórdida y seca, como cuando alguien te observa. Busco a mi
alrededor, todo está desierto, la sensación se va. Por un instante me parece
que las huellas brillan. Algo en mi cabeza me obliga a mirarlas, me impele a
moverme. No tengo idea de qué es, pero no puedo resistirme, tengo miedo. Me
acerco a ellas y me pongo a seguirlas.
Mientras camino siento un cambio en el aire,
una sensación opresiva. Siguiendo el rastro, paso delante de una bodega y todas
las personas de la cola me siguen con la mirada, al unísono. Hay algo raro en
sus ojos. Un brillo antinatural, hasta en los de los perros que se detienen a
mirarme. Todos me observan.
Trago en seco y apuro el paso. Las huellas
siguen una línea recta hacia el pequeño cerro que domina el pueblo. Subo hasta
el primer descanso de la escalinata, notando la misma sensación de ser
observado. Al mirar atrás, veo a tres personas de pie en el primer escalón. Esto
es raro de cojones y mi miedo va en aumento. Sigo hasta el segundo, y el
tercero. Cada vez que miro abajo veo más gente. Llego arriba, desde la base me
observa una multitud de rostros inexpresivos con ojos brillantes, el silencio
es absoluto.
Estoy sudando frío y maldigo la hora en que
me dejé meter en esto, pero ya no hay vuelta atrás. Las huellas se adentran en
un viejo fortín. Es una torrecilla de piedra de un par de pisos de altura,
enmohecida y forrada de enredaderas, con una pequeña puerta que da al cerro.
Después de titubear, entro. A pesar de que
afuera ruge el Sol de la mañana, y el fuerte tiene ventanas, allí dentro está
oscuro, como si la luz no se atreviera a pasar. Estoy buscando mi celular para
iluminar un poco la estancia, cuando siento que algo enorme me levanta por la
cabeza.
De pronto, un vendaval de imágenes azota mi
mente: me veo en el espacio, mirando algo parecido a un cometa. Lo observo caer
en la Tierra. Una criatura sale de su interior. Su piel es oleosa y amarilla.
Tiene una larga trompa enroscada como la probóscide de una mariposa. Veo como
repta. Siento la excitación de la caza mientras se acerca al patio de un
círculo infantil. De alguna forma, nadie la ve. Agarra a un niño y le inserta
la trompa en la nuca. No deja marcas.
Es uno de los últimos de su especie. Sus
huevos solo eclosionan con un impacto enorme, como el de un pequeño asteroide.
Entonces veo al niño soltarse de la mano de su madre. Los neumáticos mordiendo
el polvo, la sangre, los gritos. La mamá, mirándolo inexpresiva, con ojos
brillantes.
Luego veo el cerro. Me observo entrando en
el fortín. Desde fuera, como en los sueños. Ahí está él. Con su trompa me
eleva. La clava en mi cuello. Me habla. Me enseña su historia. Yo no soy como
los demás. No seré simple ganado. Me quiere utilizar de otra forma... emisario.
El trance termina, ya veo por mis ojos, me
levanto, me sacudo el polvo, pero no siento nada. Me veo moviéndome, pero no lo
percibo. No sé dónde están mis piernas mientras camino. Intento mirar abajo, no
puedo. Mi cuerpo se mueve solo. Entro en pánico. ¡No puedo moverme!
Véase también: síndrome de enclaustramiento
Al día siguiente, me observo terminar el
informe, sugiriendo una renovación radical del asfaltado del pueblo. Veo mi
reflejo en un vaso de ron delante de mi, y mis ojos brillan.
Comentarios
Publicar un comentario