Dominio público

Por: Senén Alonso Alum


Texto Mención tema libre en el concurso "La noche del capitán". 


¡Mira, papá, bueyes!
María Sanz de Sautuola y Escalante





I
En tiempos anteriores, cuando todavía el hombre era, en otros de su misma especie, el reflejo fiel de sus maneras, ya el pensamiento comenzaba la aventura irreverente de cribar la realidad.
 La rugosidad de las cavernas, que dota de un relieve natural e inconfundible al arte que se asienta encima suyo, ampara los trazos y es mecenas para los pigmentos. Las formas van girando hasta encontrar un fragmento de Historia que cobije sus siluetas, mientras la vida logra acomodarse, con la premura de lo fascinante, a la fábula que narran las paredes. Nada (de lo que realmente parece importar) escapa al cronista primitivo, que intenta la premonición de sus éxitos a través de las viñetas que adornan su galería. El sonido articulado es aún la utopía de los inconformes y la representación gráfica de esos fonemas se esconde tras la imposibilidad de un pensamiento verbal. Solo la imagen, con la estocada que viene de sus partes, puede dar cabida a la idea.
 El fruto de una jornada de cacería suele satisfacer varias necesidades: alimento, resguardo del clima, considerable ascenso dentro de la escala evolutiva, motivos pictóricos para deslumbrar al mundo con milenios de antelación: todo cabe en ese pequeño ritual de subsistencia que, a diario, fragua el carácter de los precursores de la humanidad. Un trozo de madera, coronado por una elaborada esquirla de sílex, constituye todo el arsenal para estos fundadores.
   Ya casi es hora. El Maestro le permite a su obra, al menos durante la frugalidad de una mañana, la tortura del reposo. Deposita en el suelo el buril con que ha delineado el ensayo predictivo de su próxima incursión cinegética: los cazadores, sus hermanos, rodean a la bestia, que se agiganta con la amenaza implacable de su cornamenta como punta de lanza. Una de las siluetas, que vaticina su humanidad bajo la síntesis figurativa de unas cuantas líneas, se detiene en ademán ofensivo. Otra, con el pilote prolongando el rango agresor de su brazo, acecha a espaldas de la bestia. La tercera, en espera de los trazos del Maestro, aguarda por la confirmación de sus rasgos. Esta salida intempestiva ha sesgado la producción. Las prioridades se establecen: todos siguen el rastro del animal.

II
Es detectada una estela. La certeza peca de absoluta y la confianza inflama los ánimos. La presa está a la vista. Parece desentendida. El riesgo de su quietud es una ventaja. Los cazadores la rodean: los pasos van en calma. Mientras el cerco se estrecha, las posibilidades de la bestia se reducen. Uno de los adelantados, irguiendo su brazo, establece su diana sobre ese cuerpo animal que ya casi puede tocar
 Un instante ha transcurrido: el sílex atraviesa parte de la carne: la presa gime con una potencia que solo parece anunciar la muerte. Los cazadores restantes, alentados por el éxito parcial de su contienda, avanzan resueltamente hacia la fiera, que promete divisas desde su abatimiento. Se acercan más de lo planeado, mientras preparan el próximo despegue para sus horquillas
 La confianza en los fragmentos suele nublar la pericia más aguda: el cuerno del animal, como impelido por un frenesí amenazante y desbordado, abandona su languidez inicial y atraviesa, con la saña propia de la Naturaleza arrinconada, el cuerpo de su atacante. El adelantado reposa inerte y desfigurado sobre la yerba, al tiempo que la bestia, devenido victimario para sus captores, ostenta, entre sangre y despojos, esa protuberancia incisiva que sobresale desde su testa.
 El animal mueve sus patas con inusitada celeridad. La ráfaga mortal de su embestida dirige el paso hacia otro de los cazadores, que se aparta del camino en el último instante. El Maestro sujeta con violencia su pilote: corre desesperado, poseído por una rabia que desborda sus sentidos. La fiera se voltea: percibe el ímpetu irregular de las pisadas que la acometen. El Maestro, persiguiendo en su salto un empuje definitivo para la violencia de su lanza, se abalanza sobre la bestia, que arremete contra su rival en carrera desmedida
 El sílex ha penetrado el ojo derecho del animal, la sangre se difunde por ambos cuerpos y el Maestro, empujado de espaldas contra un árbol, intenta no sucumbir ante el dolor que supone la invasión de un cuerno a través de su abdomen. Dispuesta a emprender con su último aliento la matanza definitiva de su agresor, la fiera se aparta con ánimo de contraataque. El Maestro, poco antes de sucumbir, puede ver cómo el pilote de su compañero se esfuerza en dar término a la caza. Su visión pierde agudeza y el entorno, que va donando sus colores al ensueño y la inconsciencia, comienza a mezclarse con la oscuridad que suele anteceder a los momentos finales. 

III
Se ha fugado la luz de la mañana. Los ojos, entornados aún, intentan adaptarse a la desolación que los rodea. Por alguna razón, la sangre ha coagulado. El Maestro está débil, sus extremidades captan con dificultad los estímulos exteriores y su lanza no reposa entre sus manos La bestia, que yace exánime a pocos metros, sufre, todavía, la perforación del arma enemiga a través de su rostro. 
 El Maestro logra acomodar el peso muerto de su cuerpo a la energía de sus piernas. Se acerca, tambaleando, hasta la fiera. En el trayecto, los vestigios de un cazador saltan a la vista: hay en él una suerte de distorsión facial que imposibilita su reconocimiento. El Maestro es incapaz de percibir la hermandad en algo que no lo asemeje con exactitud. Prosigue su camino. Lo bermejo que abarrota el suelo funge de guía. Ha llegado, y los restos de una batalla se lo indican: un brazo cubierto de polvo es novedad para los gusanos, al tiempo que un acompasado flujo de sangre, proveniente de un cuerpo empalado, tamborilea sobre las hojas. El animal, finalmente, se había rendido ante las heridas. El Maestro forcejea unos minutos por extraer su pilote del ojo de la bestia. Aparta a su compañero del cuerno homicida y lo deposita a un lado, donde no pueda estorbar. Retira la esquirla de sílex de su arma y comienza su labor. Sus trazos, que perforan la carne con precisión, poseen todavía la delicadeza propia del artista.

IV
Los más pequeños retozan entre las piedras. Las mujeres, que ya comienzan a sufrir los perjuicios asignados a su sexo, recolectan frutos y madera en los alrededores. Poco queda ya de la claridad diurna, y el Maestro lo sabe. Desde hace unos minutos se ha percatado del escape emprendido por el sol. Agiliza el desplazamiento de su buril, sin perder el ritmo absorto y reflexivo del creador. 
 Las paredes parecen completar su sentido: el Maestro genera sobre ellas la Historia; plasma, entre pliegues y asperezas, su presente: el pasado de los días que todavía no suceden: las figuras que remedan humanidad reducen los espacios de la fiera. Se aproximan. Sostienen, en ademán de amenaza, sus pilotes. La primera envía el filo de su arma hasta el animal, que anuncia su muerte con la agudeza de sus presuntos quejidos; la segunda, más cerca de la bestia de lo que la prudencia recomienda, hunde su lanza hasta el costado opuesto; la tercera, que semeja los rasgos de su autor, da término a la tarea y atraviesa, sin ninguna contemplación, el ojo izquierdo de la fiera. El Maestro refleja cuidadosamente en la pared, como ensañado en el detalle, la sangre que brota desde el animal. Su obra por fin ha terminado.
 A pocos metros de allí, alumbrada por el fuego que ha surgido desde la madera, yace, en la cima de una lanza, una cabeza corneada.

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