El Dolor de Rosario Meléndez

Título:  El Dolor de Rosario Meléndez

Autor: Patricia Guerra Soriano 

Gran Premio de la 1ra Edición del Concurso "La noche del capitán" 



                                                                                                        

Cuando a Rosario Meléndez le dieron la noticia de que el Juanma, su tercer hijo, estaba de nuevo en la cárcel, le dio la espalda al emisario y echó a andar toda la tarde. La parroquia estaba cerrada, quizás ni la misma Nuestra Señora Reina de la Paz soportaba más sus rezos. Pero siempre queda a qué aferrarse, por eso no quitaba la mano del pecho, detrás de la blusa carmín que se pone tres veces a la semana estaba la magullada estampa con la imagen de la santa que guarda desde niña.
No sabía cuánto tiempo permanecería la mano como broche. Intentaba separarla, pero era imposible.
Ahora, tirada a la entrada de su casa, le chorreaba un cansancio de años que hacían de su rostro la mueca eterna de una agonizante espera. Ahora, con la mano en el pecho y con la santa en la mano, recordó la última palabra que el Juanma le dijo: “volveré”.
Volveré era el resumen de su vida, a la que, paradójicamente, nadie regresaba. Diez años antes, el primero en marcharse fue José Matías, el único hombre con quien había compartido el lecho, el padre de sus cinco hijos varones y de su única hija hembra.
El mismo José Matías con el que había escapado de Usulután, para vivir en San Miguel de la Frontera, uno de los municipios del departamento de San Miguel, en la Zona Oriental de El Salvador.
Apenas dos meses más tarde, se fue la pequeña Rosario. Era la obsesión del difunto desde que nació un año antes.
Desde la muerte del padre, no quedaron alternativas. José Matías y Manuel José, los dos hermanos mayores, se dedicaron a la siembra de algodón y henequén, mientras que Domingo Antonio y Santiago José, los dos menores, partieron a los cafetales vecinos. Los primeros dólares llegaron para comprar un par de yinas, algo de comida para el mes y unos veinte pollos de engorde.
Con la celebración de los Carnavales del Divino Salvador del Mundo, las primeras luces de aquel remedo de progreso terminarían por apagarse en la familia y en los ojos saltones de Rosario.
De los veinte pollos de engorde no quedaba ni el rastrojo putrefacto de las entrañas en descomposición y las pocas monedas que entraban, apenas atravesaban la puerta, asumían dos puestos diferentes- no por la bolsas negras a las que iban, al final iguales, sino por el caracter simbólico que las definían-unas iban directo a la bolsa negra de tira blanca para los fondos de la comida y otras, para la bolsa negra de tira blanca que pagaban las fianzas de Juanma.
Diez años antes, Juan Manuel no trabajaba en los cafetales ni atendía los cultivos de algodón y henequén. Diez años antes se estrenaba en las celebraciones patronales en San Salvador, como miembro de la Mara Salvatrucha, una de las tres pandillas hegemónicas del Salvador, junto a Barrio 18- Sureños y Barrio 18-Revolucionarios.
Con los doce años que tenía ya había pasado las pruebas de fuego, una especie de bautizo que como iniciación planteó el asesinato de tres personas, la explosión de un autobus, la violación de una contemporánea y los 13 segundos de golpes a los que son sometidos los principiantes como demostración de valentía.
Así, el Juanma de Rosario, era El Sirra de la mara, que bajo su resguardo obedecía las órdenes de homicidios y extorsiones dictadas por los cabecillas desde Zacatraz, un penal de máxima seguridad en la ciudad de Zacatecoluca, en el centro-sur de El Salvador.
A los 14 años, no había una porción de aquel enjuto y calaceado cuerpo, que no tuviera un tatuaje. La espalda, casi siempre descubierta para regodearse de la inmensa eme y ese (MS) que lo distinguían del resto de los pandilleros; en un brazo, la tinta negra azulosa dibujó su credo: matar, violar y controlar; en la frente, con letras pequeñas, la norma: vives para la mara o mueres por la mara, y en el centro del pecho, los dos cuernos del diablo.
Parecía que el único hijo de Rosario era Juan Manuel. El pensamiento de la mujer, que en sus tiempos mozos debía haber medido unos diez centímetros rebajados ahora por la causa natural del paso del tiempo y la demoledora angustia del paso de una vida de tragedias, no podía abastecer preocupaciones con el nombre de los otros hijos. Siempre con el susto en la garganta y al verlo después de seis, siete o doce meses una pequeña dosis de felicidad prendía aquella palidez extrema de la piel.
Ahora recuerda que hace exactamente un año, Santiago José se mudó a la capital. Fue el último de los cinco que vivió con ella. José Matías y Manuel José se casaron y fueron a donde sus esposas. Y Domingo Antonio se internó en el Seminario Mayor “San José de la Montaña” para entregarse al sacerdocio.
La soledad engulle a Rosario, pero el “volveré” de Juan Manuel no lo olvida. Sabe que esta vez, de lejanías mundiales, de soledades absolutas, de añoranzas, incertidumbres, nada será seguro.
Empieza a llover y el polvo, que hace un mes no se levanta ni por la lluvia, ni por los transeúntes, tapiza su rostro. Al fin separa la mano del pecho. Parece que su Virgen la entendió.

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