La protesta
Por: Liset Reyes Aldereguía
Texto Mención tema libre en el concurso "La noche del capitán".
Desde esta posición puedo advertir la pestilencia. Atraviesa los estratos de la piel y embiste el torrente escarlata en la tentativa de asfixiarme. Es una abertura en el medio de la carretera. O fue. Es un pantano frustrante de la marcha en el segmento de calle. Moho por los extremos. Quizás orina. Añejo cien años de los residuos más inmundos que pudieron hallarse en la época. Lo reparo, asqueada, mientras aquel perro da sorbos descontrolados como hiciera yo con un whisky de Jack Daniels refinado con carbón de arce sacarino, siglo atrás. El tuso no se hidrata desde que destilaron la bebida por primera vez.
Me acerco al animal, a su fuente, a la vía. Examino los ácaros en la pata mutilada o en los pocos centímetros que le permiten la definición de pata. Sigo en lo mío.
La parada está dos cuadras más abajo. Despoblación. Tabardillo. Únicamente los locos saldrían a esta hora. ¿Estoy loca? Sí. No. No sé. Un orfeón de mutismo se está gestando. Yo, la oyente.
Llega el ómnibus. Me adentro apresurada luego de vítores a nadie por el concierto. El vehículo posee veintiséis asientos de los cuales dos están ocupados, uno, por el chofer. Camino y me sitúo cerca de la puerta de salida tras el señor que lee el periódico. Un poco llamativo. Es el cabello rubio y trenzado, seguro, porque me roza la nariz cada tres segundos.
Oiga, ¿puede cerrar la ventanilla? enfoco una sonrisa plagiada— o por favor, aguántese el pelo.
Me mira. Sigue leyendo. El hombre es más célula adiposa que hombre. Célula con cabellos. Célula rubia. Viste de traje, sin embargo, los dorsos de las manos muestran el inicio de tatuajes que, sospecho, integran brazos y antebrazos. Lo peculiar de este individuo es la ausencia de oreja izquierda. A lo mejor es fanático a Vincent, o pintor, o neerlandés, o loco. A lo mejor. Lo cierto es que el rostro le continúa por el costado siniestro hasta la cabellera, como si nunca hubiera tenido oreja. Me tengo que resignar al cosquilleo de los pelos en mi cara. Cambio de lugar.
El carro se detiene. Me apuro. Olvido el pago. Regreso. Extiendo la mano con un par de monedas. Miro al chofer; la planicie es marcada entre ojos y labios.
¿Qué le pasó a su nariz?
Silencio. Diría que es un complot entre él y el pasajero. Artimañas para ignorarme. ¡Al carajo! Cada cual le hable a quien desee. Tal vez son mudos. Van Gogh no lo era.
Transito por la ciudad. Ya olvidé el por qué. El viaje ha sido tan desértico que ahora solo persigo compañía; conversar sobre el clima, la economía; preguntar la hora; hablar con cualquier persona; hablar con las moscas. Esos insectos nos siguen desde la prehistoria. Son atraídos por la mierda, la fermentación pútrica. Cuando una mosca se me arrima, sé que me adhiere partículas elementales de excremento. Los dípteros nos dejan sin privacidad. Hoy no me importa.
Una pareja de mancos camina en sentido contrario. Se complementan, incluso las privaciones.
¿Serían tan amables de decirme si ya es mediodía?
A estas alturas ni me asombro cuando no responden. Avanzo. Los alrededores se van atestando poco a poco de personas: ancianos sin ojos, niños sin dedos, una docena de individuos mutilados. Me desplazo por las afueras de una cafetería y a través del cristal distingo, a juzgar por el cuerpo, una chica adolescente bebiendo café con leche. La cabeza, imagino, debió dejarla en casa. Últimamente la gente anda sin cabeza.
Arribo al parque. Multitud. En los bancos se encuentran los que no tienen piernas, unos encima de otros. Son torres los bancos. Cuelgan de los árboles los que carecen de cualquier porción del cuello hacia arriba. Quienes han perdido los órganos internos se agrupan en las glorietas: si incluyen sistema nervioso o circulatorio, en la primera; aparato respiratorio o digestivo, en la segunda; los demás, en la glorieta restante.
Filas y columnas de hemipersonas rodean el parque. Se divisan carteles: ¿Quién se llevó mi mitad?, Se compra un cerebro, Se vende lo que queda, Atrapen al ladrón, ¡Justicia!. Todos sostienen un cartel. Están rabiosos. Nadie habla. Tampoco hay moscas.
Ciertos mancebos faltos de nariz, boca y ojos se han reunido para jugar voleibol en alguna esquina. La inocencia y el entusiasmo reemplazan las partes extraviadas. La cabeza que usan de balón es de un chino que conocí hace par de años en la farmacia. ¿Qué diablos hace un chino aquí?
¡Hola! Si alguien pudiera decirme la hora
Las miradas me pellizcan. Conmoción. Mudez. Pasos hacia mí. Los píxeles se van acomodando para mostrarme al gobernador. Tiene el abdomen descubierto y los intestinos palpitan a cada paso. El estómago exhibe un orificio por el cual se escapa jugo gástrico y algo de bolo. Escribe y me cede el papel: El ladrón lo tiene todo. El ladrón habla. Muerte inmediata.
Cuando terminen esta aparente protesta voy a esperar el autobús. Si el perro está todavía, me lo llevo a casa. Tengo comida y whisky como para un siglo.
Podría leerlo en cualquier situación, y aún así me recordaría a ti
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